Si tan tonto el poeta no fuera. Boris Vian. Amelia Gamoneda

Este verano David Villanueva me llamó para hacer algo que yo interpreté como una jam session de traducción en la que participaríamos un par de docenas de gentes habituadas a tratos de diverso pelaje con la escritura. Me pareció entender que se trataba de jazzear poemas de Boris Vian, sobre la base de la música de sus palabras. No pedía una traducción literal, pedía una traducción interpretada con libertad. Como traductora ocasional de poesía que soy, tal libertad me planteaba una modificación de mis planteamientos habituales, pues la libertad del traductor tiene, usualmente, unos límites que la reducen a la elección entre la variedad de sistemas compensatorios que solucionen los problemas de traducción del original. La propuesta de libertad de David Villanueva parecía apuntar hacia otra cosa. Pero yo no sabía con certeza hacia dónde.
Así que me sumergí en el poema elegido, y que lleva por título francés Si les poètes étaient moins bêtes. Me sumergí para trabajar en apnea, imitando a Boris Vian, quien –según se cuenta– estaba convencido de que nadar en apnea era bueno para su cojitranco corazón. Quiere ello decir que me olvidé de todo lo que no fuera el poema, que me olvidé incluso de Boris Vian, que me olvidé también de los martillazos con los que los obreros demolían parte de las paredes de mi casa, y que mi oído no registraba otra cosa que las ocho sílabas de los versos franceses, las diez de los versos en español que iban saliendo. De ocho a diez sílabas: para que los versos suenen en castellano como en francés: con la rotundidad un poco simple de ese poeta tan tonto del que se habla en el poema.
¿Tan tonto? Quizá no tanto. Dice el poema en su principio: «Si tan tonto el poeta no fuera / si no tanta cachaza gastara, / abundancia feliz sobre el mundo / vertería, y ya sólo por cuitas / penaría de letras escritas». Es decir: el poeta es tonto porque no trabaja en construir bienestar para el mundo, y eso le pesa, pena por ello, y no puede entregarse tranquilamente a los gozosos padecimientos que produce la literatura. El poeta padece de mala conciencia cívica, y es tonto por no solucionar ese problema. Así que Boris Vian se lanza a la descripción de aquello en lo que debería trabajar el poeta: la construcción de mansiones y jardines con variedad de pájaros, de peces, de plantas: una arquitectura imaginativa con escaleras semejantes a las de Escher, y una exuberancia natural que inventa especies desconocidas. La inmersión traductora estaba funcionando: a esas alturas del poema, yo había perdido toda noción discursiva, y, quizá fruto de la apnea, se me aparecían palabras mutantes que evocaban extrañas formas de pájaros y peces: mirliflautas, lectortontillos, tortolacias, estorninecios, jiligueros, currucurracas, barbucios, estrucheces, carpacios, agriciprinos… Acudían por oleadas de versos, se ajustaban entre ellos en rimas consonantes: vamos, que tenían swing. Y me parecía, con la falsa sensación que acude a quien hace ejercicio en anaerobiosis, que podría continuar nombrando indefinidamente ese desfile de especies alucinatorias. Me ocurría lo que a la mujer del dibujo de Dupuy-Berberian que ilustra el poema: me salían a borbotones peces y pájaros de la boca. David Villanueva me había hecho una propuesta peligrosa.
Un blanco en el poema me hizo subir a la superficie y tomar aliento. Boris Vian volvía a llamar tonto al poeta, y a razonar críticamente sobre su situación. Pero yo seguía tan apegada al ritmo que me surgían por doquier golpes de tam-tam en los versos: tiene de tonto tan tanto, remordimiento, encuentra, contento y quebranto. En fin, que el texto francés de Boris Vian no pedía tanto contoneo silábico, pero yo no lo podía evitar.
Lo que venía a concluir el poema era que, a pesar de los remordimientos, la muerte encuentra al poeta contento con sus quebrantos. Luego la mala conciencia no le sentaba tan mal al cínico del poeta. Y la ironía de Boris Vian no acababa aquí: la gloria que alcanza post mortem al poeta no dura sino un día. Triste y efímera gloria. Mas si el poeta hubiera sido menos vago y hubiera trabajado para sus semejantes en crear un mundo más agradable, la gloria hubiera sido más larga. Un poco más larga: un par de días habría durado. Qué miseria de propina. Y así pues, Boris Vian no parece finalmente condenar al poeta por vago, y mucho menos por tonto. El poeta es en realidad muy listo, y sus cálculos muy ventajosos para él mismo.
Queda por evaluar, sin embargo, lo que ha hecho el poeta en el curso de su poema. Pues, en realidad, Boris Vian ha trabajado para su lector, inventando un mundo maravilloso y exuberante de arquitectura y naturaleza a través de las palabras. Lo ha inventado también para esta traductora, sumergida en su imaginación. No era el poeta tan vago, ni gastaba tanta cachaza. Lo que gasta Boris Vian es mucha ironía, y al tiempo mucha generosidad creativa. Quizá esto también se pueda llamar trabajar.
Este libro es una interpretación traductora de los poemas de Boris Vian. Una adaptación a otro idioma, y a otras lenguas poéticas. Todos sabemos que Boris Vian murió asistiendo a una adaptación cinematográfica, que no le gustaba, de su obra Escupiré sobre vuestras tumbas, y es éste un episodio brutal de humor negro orquestado –yo así lo creo– por quien tanto nombró irónicamente a la muerte para exorcizarla. Por si acaso se encuentra oculto en la sala Boris Vian asistiendo a la adaptación de este poemario suyo que tan insistentemente nombra a la Parca, por si acaso nuestras adaptaciones no son de su agrado, me voy a permitir cambiar por un momento el título del libro y convertirlo en ruego: Boris Vian –o Vernon Sullivan, como prefieras– contén tu humor feroz, que no nos gustaría que la palmases.

Por Amelia Gamoneda.

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