Presentación de El árbol rojo, de Andrés Rubio, el pasado 28 de septiembre.
Pedro Zerolo, Andrés Rubio, Lorenzo Caprile, Ruth Toledano y David Villanueva.
Presentación de El árbol rojo, de Andrés Rubio, por Ruth Toledano.
Hace pocos meses murió una persona de mi familia, muy querida. Su funeral fue dramático, pues era alguien muy joven. Pero resultó aún más doloroso por una circunstancia absurda: el cura, que fue el encargado de leer un texto en su despedida, porque los más cercanos no estábamos en condiciones de hacerlo, comenzó a decir unas frases incomprensibles, que formaban parte de un relato presuntamente bíblico aunque a todas luces inconexo y hasta ridículo: nada de lo que oíamos tenía sentido alguno y lo poco que acertábamos a entender poco tenía que ver con el momento en que nos encontrábamos. Fue una situación penosa. Yo entonces no tenía aún el libro que ha preparado Andrés Rubio, El árbol rojo, pues de tenerlo quizás hubiera sacado fuerzas para leer algo que habrían entendido todos los presentes; por ejemplo, estas palabras de René Char: Al desaparecer, volvemos a encontrar aquello que existía antes de que la tierra y los astros fueran constituidos, es decir, el espacio. Somos ese espacio en toda su energía. Regresamos al día aéreo y a su júbilo negro. O estas otras del querido e inmenso poeta José-Miguel Ullán: Vive en verdad por los adioses anda troncha los lazos que al abismo te unen urde el borrón y cuenta nueva diles que no hay más raza que el azar que no hay más patria que el dolor que todo / que todo es frágil y la muerte incluso.
Pero como no todo es muerte, gracias a dios (que no a los curas), he tenido ocasión de participar en otras ceremonias, laicas y muy felices. Por ejemplo, tuve el honor de leer un poema en la boda de Pedro Zerolo y su marido, Jesús. Pedro me lo pidió y, como tampoco tenía aún el libro de Andrés, recurrí al incontestable, impresionante poema de Luis Cernuda titulado Si el hombre pudiera decir, cuya segunda parte nos dice así: Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; / alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina, / para quien el día y la noche son para mí lo que quiera, / y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu / como leños perdidos que el mar anega o levanta / libremente, con la libertad del amor, / la única libertad que me exalta, / la única libertad porque muero. / Tú justificas mi existencia: / Si no te conozco, no he vivido; / si muero sin conocerte, no muero / porque no he vivido. Este poema de amor, uno de los mejores de todos los tiempos, nos hizo sentir con profunda emoción la gran importancia personal, pero también social y política, de aquella celebración: por fin el amor era libre en este país, por fin podían contraer matrimonio dos hombres que se amaban. Es tal la belleza y el impacto de estos versos, que otras personas me han pedido que lo leyera en su boda, pero también podría haber leído a Walt Whitman (Somos dos soles resplandecientes, somos nosotros dos los que giramos, cósmicos y estelares), o a Pedro Salinas (Para vivir no quiero / islas, palacios, torres. / ¡Qué alegría más alta: / vivir en los pronombres!). O, cómo no, a la admirada Alejandra Pizarnik: Recibe este rostro mío mudo, mendigo. / Recibe este amor que te pido. / Recibe lo que hay en mí que eres tú. Es posible que nadie haya sido capaz de reflejar mejor lo que significa el amor entre dos que estos tres versos de Pizarnik.
Porque, como dice Andrés Rubio, por suerte, están los poetas para encontrar esas palabras que la emoción nos impide decir. Pero no siempre es fácil dar con ellas, no siempre están a mano, no todo el mundo las conoce o sabe buscarlas. Por eso este libro es tan práctico, porque las organiza, porque establece un posible canon, que además siempre puede aumentar. Pero lo más importante es que este libro ayuda a dignificar las ceremonias laicas, que algunos (ya sabemos quiénes) han pretendido banalizar y hasta ridiculizar. Lo hace, además, rescatando lo mejor de una tradición literaria humanista e ilustrada. Ya era hora, por cierto, de que nuestro país evolucionara así. Pues mientras los curas han ilustrado los ritos más importantes de nuestras vidas con palabras oscuras, absurdas, que amedrentan y amenazan, o los funcionarios han cubierto el expediente con palabras grises, frías, burocráticas, los poetas, como dice Andrés Rubio, nos seducen emocionalmente, lo cual favorece el cambio de la sociedad civil. Poetas, por otra parte, entre los que se encuentran muchos de mis favoritos, por lo que, más allá de su utilidad, El árbol rojo es una antología poética que en cualquier caso merece la pena leer.
Algunos enlaces de prensa sobre el libro:
El Cultural, 09/09/2010
El Comercio Digital, 07/09/2010
Público, 05/09/2010
El Ideal, 05/09/2010
Hoy, 05/09/2010
El Mundo, 27/08/2010
ADN, 27/08/2010
Informativos Telecinco, 27/08/2010
Libertad Digital, 27/08/2010
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