Florence Delay: «La ley antitabaco ha hecho de las calles grandes ceniceros»
Con su aire desenfadado y una belleza elegante de actriz de cine, está en Madrid Florence Delay (París, 1941), una de las cuatro mujeres de los cuarenta miembros de la Academia de la Lengua Francesa. Ha venido a promocionar su último libro Mis Ceniceros que acaba de publicar la editorial Demipage. Un ensayo rompedor en estos momentos en los que se desprestigia el placer del fumar. Fumadora y burlona, Florence Delay trae una efervescente tratado del saber vivir a partir de diversos momentos de su vida.
Hija del célebre psiquiatra y escritor Jean Delay, en 1962 interpreta a Juana de Arco en la película de Bresson. Pero su carrera se decantará hacía el mundo de la literatura. Profesora durante más de treinta años de Literatura Comparada en la Sorbona, en 1983 obtiene el Premio Femina con Riche et légère, el Premio François Mauriac por Extremendi y el Premio de Ensayo de la Academia Francesa por Dit Nerval. Ha sido parte del jurado del Premio Femina (1978-1982), del Comité de lectura de Éditions Gallimard (1979-1987), así como del consejo de redacción de Crítica (1978-1995). Paralelamente a sus novelas y ensayos ha mantenido sus lazos con el teatro y la literatura española. En 1999 traduce a San Juan para la Biblia de Bayard.
Pregunta: Una mujer con más de 30 obras, entre ensayos, novelas, obras de teatro, etc. ¿Existe algo más aparte de la literatura en su vida?
Respuesta: Claro, el mundo, es decir, los seres humanos. La literatura es grande porque transmite otras aventuras que las que uno mismo vive y en otros lugares. La literatura es grande porque pertenece al mundo.
P: ¿Cuál es el hilo conductor de sus libros?
R: Pienso que hay una gran curiosidad por las formas. Así, a la novela le sucede un ensayo y una traducción, al ensayo una obra de teatro, es decir que, en mi obra, lo que destaca es esa fascinación por las formas literarias. Existen dos grandes familias de escritores, los que hacen siempre lo mismo, y los que hacen siempre otra cosa. Yo pertenezco a la segunda. Siempre me acuerdo de la frase de André Gide que decía que cuando terminaba un libro, saltaba al otro extremo de sí mismo. En este salto me reconozco, es lo que intento hacer.
P: Hispanista, una de las grandes traductoras del Siglo de Oro Español pero también de Bergamín, de Lorca, de San Juan de la Cruz, ¿cuándo nace su pasión por España?
R: Empieza en los Pirineos, que veo desde mi casa de las Landas, en mi felicidad al cruzar al otro lado, con mi madre, cuando soy aún muy pequeña. Pero el amor verdadero brota a los quince años, durante mi primer viaje a España, a la casa la familia con la que viví ese mes. De la obligación de hablar español también y, a la vuelta de ese viaje, del regalo de René Char de las Obras Completas de García Lorca que se acababan de publicar en Aguilar. Sus palabras fueron: «Toma esto y traduce lo que quieras». Mis primeras traducciones son de 1956, por tanto, y se publican en una editorial muy pequeña cuyos dueños eran amigos de René Char.
P: Cuál es el primer recuerdo que guarda de España?
R: Tengo quince años y cojo el tren de Irún a Barcelona. Era el Talgo. Voy a pasar un mes en casa de una persona que no conozco. Llego a la estación y dos mujeres me esperan. Una enorme, grande, fuerte, que habla francés con acento catalán. La otra es de una belleza extraordinaria, pero no habla ni una palabra de francés. Hace mucho calor. Paso la primera noche entre sábanas pero sin mantas. Es la primera noche de mi vida que duermo así, lo que era muy sensual, y en un estado de inquietud total ya que no sé si voy a pasar un mes en casa de la mujer grande o de la bella.
P: Existe algo de estilo español en su propio estilo literario?
R: Por supuesto. Cuando escribí con Jacques Roubaud una pieza de teatro que se llama Joseph d’Arimathie, nos inspiramos en los Actos Sacramentales de Calderón. Pero, mucho antes, me marcó una estética del parágrafo que era la de Ramón Gómez de la Serna y la de José Bergamín. Ramón escribió muchas obras con el ritmo del parágrafo. Y, de hecho, Mis Ceniceros está escrito en parágrafos. Un párrafo te permite empezar y terminar en pocas líneas y empezar de nuevo una idea diferente. Te da una gran libertad de ataque. Los textos tauromáticos de Bergamín, el Arte de Birlibirloque, están también escritos en párrafos. Y eso me influyó mucho. Para mí los párrafos son emocionales. Se encienden y se apagan, como un cigarrillo. Ramón escribe toda una novela así, La viuda blanca y negra. ¿Cómo obtiene el efecto continuo cuando lo está deteniendo a cada momento? Me parece un debate apasionante.
P: ¿Una de las cuatro mujeres académicas de la lengua francesa, como se trabaja entre hombres?
R: Ni me doy cuenta. En la Comisión del Diccionario, que es lo que me exige más trabajo, todos los jueves por la mañana, aparte de los académicos también hay otras mujeres en el grupo. En las sesiones de la tarde sí que me doy un poco más de cuenta. Si Richelieu hubiera querido podría haber hecho una Academia de hombres y mujeres –tenía escritoras maravillosas a su alrededor, Madame de la Fallette, Madame de Sévigné, Mademoiselle de Scudery…– pero decidió hacer un club de hombres. Así es. Claude Levi Strauss estaba en contra del ingreso de Marguerite Yourcenar. Como sociólogo, alegaba que había que guardar las leyes de la tribu y consideraba que cuando se empiezan a romper esas leyes, la tribu se debilita. Luego, cuando las mujeres entraron, estuvo a favor. En cualquier caso, me parecen absurdos los porcentajes.
P: Este último libro inclasificable, Mis ceniceros, habla de los momentos esenciales de su vida marcados por el regalo o la posesión de un cenicero. ¿Es un buen libro para darse a conocer ante un público español que no ha podido leerla prácticamente nada?
R: No sé en qué punto de insolencia se encuentra España. Si sigue siendo amiga de ella, es un buen momento. Si sigue teniendo el humor de sus grandes escritores, también. Mis Ceniceros es un libro grave y divertido, si no se tiene humor mejor abstenerse de leerlo.
P: ¿Podríamos hablar de una especie de autobiografía?
R: Cuando hablo de mi madre, digo de ella que tenía los ojos verdes y fumaba, o de un amante con el que fui a un castillo y que tenía ojos color nicotina, ¿se puede hablar de autobiografía? Es un libro que se burla de la autobiografía. La prensa en Francia dijo del libro «por fin habla un poco de ella misma», cuando lo que hago es fingirlo.
P: Nombra a la figura de su padre en varias ocasiones, gran personalidad del mundo académico, uno de los grandes y primeros psiquiatras, ¿hasta qué punto le marcó convivir con una persona tan reconocida?
R: En la adolescencia hubo conflictos. ¡quería entrar en la Academia! Admiraba en esa época a René Char por ejemplo, tenía otros modelos diferentes a los suyos. Y los contra modelos, como Bergamín, que eran opuestos a mi padre, también sirvieron a constituirme tal como soy. Más tarde, a mitad de mi vida, todas estás defensas se fueron cayendo y pude quererle como era. Ya no tenía que establecerme contra él sino con él.Tuve que enfrentarme a él. Su trabajo de psiquiatra me daba miedo, sus ambiciones literarias me parecían anticuadas…
P: ¿Primer y último regalo que le han hecho de un cenicero?
R: Me acuerdo del primer regalo que yo hice de un cenicero, a mi padre, justamente, de Asís en Italia. Los últimos regalos de ceniceros no me hacen ninguna gracia ya que he escrito negro sobre blanco en Mis Ceniceros que no quiero más, pero todo el mundo sigue regalándome ceniceros. ¡Lo que significa que no han entendido el libro! (risas).
P: Está usted a favor o en contra de la ley del tabaco?
R: Me da pena que se hagan leyes todo el tiempo y por todo. Me parece que habría que educar a la gente sobre el tabaco y sus peligros. Cuando había espacios para fumadores y no, se respetaba a todo el mundo. Hoy en día, la visión de las calles es atroz, son inmensos ceniceros. Se ven colillas por todos lados. No estoy a favor del tabaco, pero fumar es un gran placer.
P: ¿Piensa usted que el humo y el tabaco producen una atmósfera de amistad y creación?
R: A mí me sorprendió mucho cuando trabajaba sobre los indios de América del Norte que se fumara en grupo. Como cuando mi madre abría su pitillera y ofrecía a la gente. Hay muchos gestos que desaparecen si no existe el tabaco. Es también toda un forma de cortesía, «¿le molesta si fumo?», por ejemplo. En Francia no se para de redactar leyes.
Jacinta Cremades, El Cultural, 01/03/2011.
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