Satanás y la omnisciencia: “El don de Vorace”, de Félix Francisco Casanova
Había una vez en Tenerife un chico superdotado que decidió suicidarse con tan sólo 19 años. Se llamaba Félix Francisco Casanova y en 1974 ganó el premio Pérez Armas de novela con El don de Vorace. La escribió entre el 9 de junio y el 23 de julio de 1974, 44 días posiblemente marcados en la redacción por algunos acontecimientos de la reciente Historia de España, como la ejecución de Salvador Puig Antich y los estertores del régimen franquista, presentes en su primera y última obra narrativa de manera contundente, tan sólo ocultos por la preeminencia que adquiere el avasallador yo del adolescente canario, ser predestinado que sufre al acaparar todos los dones posibles, condenado al garrote por querer morir y ser inmortal, como decía el personaje interpretado por Jean Pierre Melville en A bout de souffle.
La primera es evidente. El narrador se siente un elegido, y le ocurre al revés que a Guy de Maupassant, quien tras dispararse un tiro en la sien se sintió totalmente ajeno a la destrucción desde la destrucción y finalmente abandonó la escritura. A Bernardo Vorace le ocurre todo lo contrario. Sí, puede intentarlo de mil maneras y seguirá con vida, por lo que conviene contar la existencia y aprovechar ese regalo caído del cielo y vomitar con voracidad su esquema maléfico para arrancar las malas yerbas mientras las fuma y se empapa de conciencia aniquiladora. Su pacto es el de Mefistófeles con Mefistófeles. Olvídense de Fausto. También de Dorian Gray. La línea trazada por el púber isleño bebe del cínico descaro de la lucidez del doctor desengañado con su tiempo, necesitado de un cambio que desde el caos permita engendrar un orden totalmente nuevo, y ello es lo que hace del manuscrito reeditado por Demipage un texto que rebosa actualidad en cada poro de su cuerpo. Vorace sabe muy bien cual es su cometido, y moverá todas sus maquiavélicas fichas para alcanzarlo en una suite dividida en cuatro partes, indispensables para cerrar el círculo de sus intenciones.
El siguiente paso en la carrera de regeneración, supongo que lo han intuido, es el suave asesinato, que en algunos casos no es tal por la magia del demonio, de la librera y su hija Débora, nombre parecido al del protagonista, devorador omnisciente, amo de una catapulta demencial con la que dispara y despedaza el estiércol que le rodea. El último impacto será propio de un ángel caído. Para fundar una religión no basta con redactar un evangelio e impartir lecciones entre los humanos. Hay que eliminar a los que conocen las acciones del profeta para que éste pueda presentarse puro. La diferencia sustancial es que el profeta es canario y elige para su golpe de gracia un lúgubre carnaval animalesco de adiós muy buenas, veneno perfecto para dejar sin sangre a todo allegado que se precie.
Arrasando con todo, hasta con el lenguaje: la excelencia (truncada) antes de los veinte.
Félix Francisco Casanova era un poeta con un excelente poder de lenguaje. Por eso su novela se nutre de una prosa endiablada y exquisita que deja al lector sin aliento. El uso de vocablos anómalos es pedantería de quien empieza y divinidad de quien domina sin problemas el ritmo, sin importarle demasiado que algunos consideren su proeza una excentricidad. Pues bien, ojalá todos nosotros pudiéramos imprimir a nuestras palabras esa fuerza descomunal de intensidad sobrehumana desde la sátira social, motor clave en el desarrollo de una novela que nada entre dos aguas con un fondo negro que todo lo invade, como si la historia sucediera en un sótano muy oscuro, más oscuro que su alma, donde se concentrará un mal benéfico, descarnado testamento para sus futuros lectores.
Casanova sabía hilar el relato desde la teoría del rompecabezas. Su anodino y pausado vagar accede a la efervescencia trabajando en una librería de mediocres donde coloca los libros a su antojo, seduce a la hija de la dueña y finalmente emigra tras recibir una oferta irrechazable: transcribir las obras de un nazi moribundo, muy admirado por su único y verdadero amor, Marta, guapa y con más materia gris de lo normal, pero igualmente inútil ante la omnipotencia de Satán. Vorace cumplirá con su tarea, se divertirá con salvajadas de toda forma y color y ultimará una soga sin tacto que matará al fanático de hip, hip, Hitler. Muerte natural y todos contentos. La simbología es evidente. Exterminando adultos de cruces gamadas se abre una puerta para que el mañana sea más puro y las piedras del nuevo edificio tengan calidad contrastada, algo igualmente fundamental en el caso de la literatura. El gusto español de la época, con Anagrama empezando y el dictador en batín, mejoraba lentamente desde una base execrable. Faltaba mucho para renovar el panorama; si se quería dar un motor al avión de las letras urgía dar a los escaparates un verdadero genocidio de títulos que enterraran lo antiguo y situaran a nuestro país en la normalidad libresca. En este sentido la operación del cirujano Vorace puede enlazarse con las filias y fobias musicales de Félix Francisco Casanova, quien tenía un grupo y adoraba la radicalidad de Jagger y Hendrix. Libros potentes, guitarras enloquecidas, vorágine terapéutica para sepultar lo caduco en la tierra con una lápida pesada como cuarenta años de dictadura.
Después de la nada: la condena, el humor y un planteamiento.
Como podrán comprender la ulterior pena sabe de garrote vil. Félix Francisco Casanova esputa un tragicómico alegato contra la pena capital desde su inmortalidad, crítica despiadada que no es sino la esencia de su obra, que con su velocidad desafía la pútrida lentitud de una época de la Historia de España, tanto en lo literario como en lo social. El aullido del tinerfeño se expresa mediante el don de una múltiple recursividad, viva la redundancia, que abruma por su corta edad y la increíble exhibición de talento que desgranan sus páginas. El poeta elige como ejemplo la estela de un poeta hispano-británico que le descubre su abuelo en el Libro del Universo, y de eso se trata, plasmar un universo más que personal para extender un aire inédito que nutra la atmósfera para derribar lo pretérito e instalar lo nuevo con violencia, única manera posible en esa desdichada estepa ibérica que el mismo autor no pudo soportar. El gas terminó con sus horas, válidas porque nos legaron El don de Vorace, novela irrepetible porque anuncia todo y la nada, apasionante arte en palabra que tras mil lecturas aun tendrá algo que decir desde el desparpajo, la clarividencia y el ímpetu de quien nos abandonó porque a veces el dolor de la brillantez es una barrera insuperable cuando caminas entre ciegos excrementos conformistas.
Jordi Corominas i Julián
http://corominasijulian.blogspot.com
Reseña publicada en Revista de Letras, de La Vanguardia, 21/06/2010