Crítica de NO SABER de Jorge Alemán, por Ignacio Castro Rey

Tierra restante

 Huellas aturdidas que continúan el juego de los nombres. En cada hombre una máscara, el esquema de un signo mudo. En las situaciones anónimas un rostro, una personalidad que nos interroga. ¿Es esta la doble obligación del ethos poético? Mientras tanto, diré como un elogio que apenas entrevemos en este libro ecos de la teoría que se le supone al autor. No se trata tampoco de un poemario hecho a partir de buenas lecturas o de un saber de la poesía. Más bien estamos ante el verbo que brota de la materia bruta de vivir, de la zozobra ante aquello para lo cual nunca estaremos preparados.

El miedo de todas las orillas es acaso el tema de este libro, ese gemido esclavo que, a pesar de cualquier seguridad, se pasea en nuestra boca. Viajar, vivir, saber, saborear el amor a tres bandas (p. 43). Para finalmente seguir teniendo miedo de la quietud del agua. Tras viejas caídas de un antaño que siempre vuelve, quedan tres recuerdos solamente. Lo demás, pequeños aconteceres (p. 25). ¿Es entonces poco con lo que se ha de vivir? No necesariamente, pues un segundo de inocencia basta para salvar un hombre. La poesía preserva ese punto fijo que no tiene lugar, aunque aletee en todos los sitios.

¿Cuál es la continuidad personal de Jorge Alemán, esa «vivencia típica y propia» de la que Nietzsche decía que retorna siempre en todo hombre de carácter? Podemos leer en No saber una confesión, una lista de culpas, el registro de un tiempo no visible. Como si los días del hombre público destilasen un estrato inasumible, otro centro de gravedad. Hasta para el lacaniano, la verdad surge de una crisis imprevisible del saber.

Y siempre el tormento, claro. No sólo no impide que esa materia prima de las vivencias se exprese sino que, al contrario, impone que su sustancia sea el ser expresada. Es la expresión que surge por fuera, a contrapelo de toda la formación. Como si en ciertos seres humanos la deformación, la fidelidad a una vida que nunca tendrá nombre, pudiera más que la mejor de las formaciones.

Así pues, no se trata en este libro de reunir cabos sueltos, esquirlas, la ganga de una vida que discurre firmemente por otros derroteros. Ni siquiera la senda inmanente del concepto es quién para dejar atrás las vivencias, como si fuera un resto. Esta existencia sobrante es más bien la patria del hombre, la región donde ha nacido y donde morirá, en la orilla de todas las elucubraciones. Después de la muerte no hay nada, como se suele decir, porque no hay tal después. La muerte es una cosa que ocurre «antes», que es anterior, que está dentro. Digamos que la poesía es la disciplina de ese descubrimiento.

Es posible, no estoy seguro, entrever además en este libro un homenaje al Borges insomne. Como si la metafísica blanca de su figura fuera ahora el bisturí que sirve a esa abigarrada masa de descamisados que pueblan las afueras, allí donde nuestro sueño bascula. ¿Cómo se habrá escrito entonces este libro? ¿Ejerciendo de trapero del tiempo, coleccionista de ese momento espectral donde la Ley bate, donde muere y resucita la criatura única? En ese tiempo crucial, mínimo en magnitud y máximo en dignidad, la poesía ejerce de preparación para la posibilidad que es la muerte como ninguna teoría puede hacerlo. Nos atreveríamos a decir que hay incluso más política en esa tierra restante que en las especulaciones que quieren mantener la ilusión de lo político a toda costa.

Alemán escarba en la cicatriz fundante, en nuestra torpeza animal, ese sobresalto remoto que siempre vuelve. Buscando el ángulo perfecto de un tango bailado con nadie, No saber indaga el estupor de un ser que sabe que va a morir, que nunca sabremos. Descansar en las heridas, darles forma, reconocer en ellas una lengua natal primera. Se habla desde ese mutismo inicial. Venga lo que venga después, como diría Vallejo, en el fondo no hay más que la cifra que pulsa tras cada avatar.

Madrid, 8 de septiembre de 2008.

Fuente: www.ignaciocastrorey.com/jorge.htm

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