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Confesiones a Alá en El Cultural

Saphia Azzeddine sorprendecon una ópera prima sobre una joven pastora bereber que se prostituye

Confesiones a Alá es un testimonio implacable sobre cómo viven las mujeres aún en el siglo XXI

Confesiones a Alá ha dado la vuelta a Francia por medio del boca a oreja. ¿Quién se ha atrevido a escribir un texto tan llamativo, el de una joven pastora bereber que mientras se prostituye confía sus pensamientos nada más y nada menos que a Dios? Esa joven arriesgada se llama Saphia Azzeddine (Marruecos, 1979) y, en cuanto salga en unos días en España Confesiones a Alá editado por Demipage, es muy probable que en poco tiempo se encuentre en la lista de los más vendidos.

De padre marroquí y madre normanda, Saphia Azzeddine vivió su infancia en el sur de Marruecos, para luego trasladarse con su familia al norte de Francia, cerca de la frontera con Ginebra. Esta escritora con talento y orgullosa de sus orígenes no se calla lo que lleva dentro. ¿Quién se lo inculcó? Su padre. De hecho, le dedica esta primera novela «Él me ha enseñado a hablar sin tabús, sin tener miedo de las palabras».

Su vida nació de esa confrontación entre dos mundos. Azzeddine explica «Yo misma vengo de dos culturas, la francesa y la marroquí y de diversos medios sociales. He crecido en Agadir en un medio privilegiado para luego marcharnos a Francia. En Marruecos era como una princesa, en Francia de lo más pobre». Y de ese contraste nace la novela. «Sí. Yo tenía en mi mente una imagen muy clara de una chica joven que vive en una miseria negra y de una maleta en la que aparece escrito Adoro a Dior». Luego, Zaphia Azzeddine no pudo quitarse la historia de la cabeza y se pasó los siguientes tres días y tres noches escribiendo sin parar hasta que tuvo unas cien páginas.

Confesiones a Alá empieza siendo primero un guión cinematográfico, hasta que unos meses más tarde, Azzeddine lo convirtiese en novela. También es un texto teatral, se ha representado con un éxito rotundo en Aviñón, en París y se ha visto ya en otros teatros de Europa.

La historia es la de la pastorcilla Jbara que vive en las montañas bereberes del Norte de África, se hace prostituta para huir de los maltratos a los que se ve sometida. Empieza trabajando de mujer de la limpieza hasta decantarse, poco a poco, por el mundo de la prostitución de lujo, los narcotraficantes y la cárcel. En sus múltiples experiencias, la protagonista tiene un confidente que choca con la manera con la que se gana la vida, Alá. «Siempre he hablado mucho con las prostitutas en Marruecos, –cuenta Azzeddine– incluso antes de tener la idea de escribir un libro sobre ellas. Lo que más me desconcertaba es que fueran putas de noche y musulmanas practicantes de día. Me impresionaba que estas chicas se confiaran a Dios de esa manera y con tanta fe».

Y así es su personaje. Una joven sin recursos que consigue salir del agujero en el que ha nacido gracias a su inmensa fe. Hace de Dios un amigo que le acompaña en sus experiencias existenciales. También vive el castigo divino cuando se le ocurre rechazar la propuesta de matrimonio de un jardinero y Jbara lo rechaza. Al poco tiempo, meten a las prostitutas en la cárcel y los ricos se salvan. Sin embargo, la muchacha no se enfada con Dios por la condición en la que la hace vivir. En un momento dado le cuenta que si ella hubiera nacido entre los ricos, jamás se hubiera hecho prostituta. En la novela, explica la escritora «Jbara no se rebela contra Dios que para mí no tendría ningún sentido. Sino que es su fe y su lucidez lo que le hace rebelarse contra los hombres. Es una estupidez tratar de retar a Dios. No se está seguro de nada en esta vida».

A través de la novela se desenmascara la falta de sentido que tienen las normas a las que están supeditadas las mujeres en los países musulmanes. Un testimonio implacable sobre cómo se las hace vivir, aún en el siglo XXI. Jbara es esa voz de rebeldía y de esperanza que, a través de la autentica fe y amor a Dios, alcanza la libertad.

El Cultural, 09/05/2011.
Foto: SIPA.

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Entrevista a Florence Delay en El País

Inventario de recuerdos y cenizas

La escritora francesa Florence Delay, traductora de clásicos como Calderón de la Barca o Fernando de Rojas, publica Mis ceniceros, un librito en el que repasa algunos de sus recuerdos a través de estos objetos.

Florence Delay (París, 1941) se ha cansado de «olvidar para evitar el sufrimiento» y ha encontrado en los objetos una manera de recordar. Mis ceniceros (editorial Demipage), el último libro de la escritora y traductora de clásicos de la literatura española como Calderón de la Barca, Fernando de Rojas o Lope de Vega es su excusa para reflexionar sobre la desaparición a través del humo. «No es el momento alegre de encender el cigarrillo, es la rapidez con la que se acaba, el humo que se va», dice la también académica de la lengua francesa.

Buscando el tono para los personajes de su novela El fin de los tiempos ordinarios Delay dibujó uno que se parecía mucho a ella. Un banquero que cuando caía el sol se tomaba un whisky fumando cigarrillos y describía sus ceniceros. «Asumí que los recuerdos de mi banquero eran los míos y años después decidí alargar el tema añadiendo otros tantos», dice la escritora excusando su castellano «cansado» porque, por un misterio que esconde detrás de una sonrisa, lleva mucho tiempo sin visitar España. «Así encontré una manera, un poco rebuscada, meditativa aunque divertida, de escribir un librito nuevo».

Mis ceniceros no es un ejercicio de coleccionismo. La escritora no es capaz de recordar cuántos de estos objetos o detectives privados, como los define en el libro, tiene en sus tres casas. «Acabo de mudarme, he regalado 2.000 libros», dice aliviada, «me siento mucho más ligera porque quiero avanzar, apartando las cosas». Florence Delay confiesa que le gusta engañar con el lenguaje, por eso sus páginas se llenan de metáforas como la que representa el cenicero de su abuelo, un ataúd, de los pocos que se salvan de la criba. «Me gusta parecer muy sencilla y esconder secretos detrás de las palabras. Es como cuando patinas sobre una superficie de hielo y te sientes muy ligera sin olvidar que debajo hay algo más».

De este repertorio de memorias no se desprende tampoco una autobiografía, sino «un regalo de paz a través de todas estas cosas inquietantes». Delay, como una bailarina, pasa de puntillas por su vida, cita pero no desarrolla. «Escribir que tuve un amante con ojos de color nicotina no dice tantas cosas sobre mí», se justifica. «Lo mío no interesa, pero creo que usar el yo, a veces puede servir de guía». Y así recorre entre humos los años en los que compartía ruedo con Hemingway y Dominguín, con su padre, el importante psiquiatra Jean Delay, con su hermana y su madre, artista del fumar: «La recuerdo con su pitillera dorada, ofreciendo sus cigarros en un gesto precioso».


«La prohibición de fumar es muy difícil para mi generación. Todos los escritores que me gustaban como Albert Camus, André Malraux o Sartre tenían su pitillo. Para mí, el fumar siempre acompañaba al trabajo intelectual». Y aunque en toda la conversación no hace apología del tabaco, ni siquiera amagando con salir a fumar, la melancolía del humo la lleva a recitar las palabras de su amigo Ramón Gómez de la Serna: «En París era pipa y no hombre». Paladea la frase como un buen cigarrillo y continúa. «Veía a Ramón paseando por la noche a orillas del Sena entre los puestos de libros, un cementerio que resucitaban a la mañana siguiente». Cuando los intentos por definir Mis ceniceros parecen agotados, aparece con este recuerdo la idea del epitafio que Delay se apresura en negar. «Creo en la resurrección y estoy convencida de que lo haré como les pasa a los pitillos cuando se acaban, te fumas otro y resucitan. Así seré yo, volveré».

Entrevista a Florence Delay, autora de Mis ceniceros, en El País, 31/03/2011.

Foto de Uly Martín.

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